
Me faltaban muchas cosas para enfrentar el combate, no tenía mi espada, se me había caído mi cuanto mágico del cuello y ni siquiera vestía acorde a la ocasión. Mi enemigo era gigante, tenaz, inteligente, sagaz y contaba con una envidiable capacidad para olfatear el miedo que recorría mi cuerpo.
El sudor escurría por mi frente, pensé en correr, arrancar despavorido o esconderme como un niño. En ese momento recordé quien soy, descendiente directo de los guerreros soñadores de agua y metal, aquellos seres de luz que no profesan dogmas ni adoran a ninguna divinidad en particular.
A través de mi ADN llegaron miles de imágenes de batallas, guerras y desafíos heroicos. De aquella época en que los guerreros de la luz vivíamos en coherencia con el amor, la compasión, la valentía y el deseo máximo de cuidar al prójimo sin importar su cuna o condición social, incluso curando las heridas de nuestros enemigos.
El dragón avanzaba raudamente hacía mi. Ya no podía hacer nada para evitar la batalla. El terror se apoderó de mis pies, mi espalda se recogió como la de un gato, mufe, ladre, grité y ahogué un llanto de dolor y sufrimiento. Estaba frente a la muerte y no podía hacer nada para evitar la consecuencia fatal.
Por mi mente ví a mi hija crecer en una enorme casa con muchos árboles, aprendiendo a caerse y levantarse en el acto, recordando que alguna vez su padre le decía: “Isadorita cuida tu cabeza como si fuera la única que vas a tener”, la vislumbré pateando y parándose de cabeza, saltando y ejercitando su musculatura espiritual, ví a mi amada Druida, a mis padres y hermanos, a los compañeros de camino, a mis maestros, a los templarios, a los guerreros diamantinos y shaolines, todos unidos para recibirme en el Gran Oriente.
Las fauces de mi enemigo me tragaron por completo. Al cerrar sus mandíbulas, respire con dificultad, no sacaba nada con patear, golpear, esquivar, lanzar golpes de puños o rasguñar con las garras del tigre, la grulla no podía volar y el oso no era lo suficientemente fuerte para causarle daño alguno.
En ese momento y antes de perder el conocimiento, comprendí que en el último segundo de nuestras vidas todo es obra del altísimo. Por lo mismo, arregle mi traje, peine mis cabellos, agradecí por cada uno de los segundos y vivencias de mi vida y me prepare para saltar al vacío, lo hice sin miedo, ni rencor, simplemente salte para morir con dignidad. Una vez más, honrando la vida de mis maestros que de generación en generación han muerto con la frente en alto y el pecho altivo.


