domingo, 15 de julio de 2007

Me inclino humildemente.


Me inclino humildemente anteponiendo la razón sobre la fuerza, para evitar la guerra y promover la paz…

La oscuridad cayó sobre nuestros cuerpos. El bosque estaba cerrado, las sombras de Mara rodeaban el lugar. Ni la luz de la Luna podía ser percibida. Solo habían bultos negros sobre lo negro. El miedo y el pavor comenzó a subir por nuestra espina dorsal. El sudor recorría nuestro cuerpo, empapando la ropa.

Una maestra del conjuro, experta en esoterismo antiguo, 5 to grado de ascensión desde la luz a la sintonía fina del universo, codificada en OM y en la quinta nota abierta, enviada especial para la tierra de “Kryon”, tercera reencarnación de la diosa negra. Nos miraba con altanería, dándonos consejos sacados de miles de bibliotecas: “no tengan miedo, mi cristal, traído desde el Nilo nos protegerá”, “nada podrá tocar ni siquiera un pelo de nuestra cabellera, por favor no se metan en este combate, es sólo para gente especial, ninguno de ustedes ha sido elegido para recibir el mensaje crístico de la nueva era”… hablaba y hablaba, mientras mi amigo el aprendiz de monje y yo, un simple escudero, nos afrontábamos para la muerte.

Un ensordecedor ruido salió del bosque, una bestia gigante corría despavorido hacia nosotros, sollozaba sangre y dolor, no se iría tranquilo sin llevarse un cráneo de recuerdo. Entre dos ramas saltó despavorido sobre nosotros, era un oso gigante, sus espeluznantes colmillos gigantes, se mostraban desde su boca en señal de salvaje hambre, mientras nos apabullaba con su gutural sonido. Giramos para ver a nuestra salvadora, pero ante tanta realidad, salió corriendo, le gritamos y le imploramos que volviera, sólo atino a decir que necesitaba de aire y tiempo, y que la batalla la estresaba, mientras ni siquiera podía mirarnos para darnos una explicación, su cara debe haber estado tapada por el miedo, la vergüenza y la cobardía.

Con mi humilde amigo, ordenamos nuestros trajes, secamos las lágrimas producidas por la emoción, nos abrazamos, como quien se despide para iniciar un largo traje, sabíamos que había llegado el momento de sacrificar nuestros egos y dar la vida por lo que era nuestro deber, hacer de la realidad un momento sagrado. Sin escondernos en reflexiones o misticismos, era el aquí y ahora y la muerte sería solo el consuelo del guerrero.

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